Darwin y la ciudad

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Philadelphia


La biología de Darwin se inspira en la geología de Lyell, el gran científico de la tierra de la generación anterior. En un tiempo en que la geología estaba sobresaltada por unas inciertas y grandes catástrofes como el diluvio universal narrado en la Biblia, el genio de Lyell fue despegarse de esos sesgos religiosos para intentar explicar la larga historia de la Tierra sin recurrir a los desastres bíblicos, sino mediante los modestos procesos físicos que podemos observar a diario. La erosión del viento sobre las piedras calizas. La fuerza lenta e implacable de un curso de agua que empieza a diseccionar dos montañas. Los sedimentos que arrastran los ríos al mar y que el mar se lleva luego para dotarles de una inmortalidad paradójica, donde los organismos se hacen piedra y emergen mucho después como estratos y montañas. Normalidad cotidiana, cambio trascendente a largo plazo. Así era la ciencia del siglo XIX.

Pero observar la evolución en directo es incluso más difícil que observar la geología en directo. Los geólogos tienen el viento y la garganta, la erosión y las corrientes marinas que sirven muy bien como fenómenos cotidianos que acaban acumulando grandes efectos. Pero ¿cuál es el equivalente de eso en la biología? ¿Dónde está el diferencial del cambio evolutivo, su unidad observable a nuestra escala diaria?

Lee mis labios: es la ciudad, estúpido. En los últimos cinco años se ha publicado un centenar de investigaciones sobre la evolución de los animales en las ciudades y su entorno directo. Carolyn Beans recopila los más notables en la revista profesional PNAS. Los tréboles urbanos de las ciudades canadienses han perdido un grupo de genes que producía cianuro, y por tanto les protegían contra los herbívoros, pero a costa de hacerlos frioleros; en las ciudades no hay más que carnívoros, si te fijas, y la pérdida del cianuro inútil ayuda al trébol a soportar el frío que hace allí.

Unos lagartos urbanos de Puerto Rico han desarrollado unas patas más largas que les ayudan a recorrer las calles, y desde luego a cruzarlas. En Cleveland hace tanto calor que ha hecho que las hormigas se hagan genéticamente más tolerantes al bochorno. Hasta las ratas de Nueva York se han escindido ya entre las del norte y el sur de la ciudad. Dale a una especie una razón para evolucionar, y lo hará o perecerá. Nuestras ciudades son, desde luego, muy buenas razones para hacerlo. Todo asfalto y poca hierba, ruido y neón, barreras a la movilidad, aire sucio y peligros sin cuento, también nuevas oportunidades como la comida que tiramos a la basura, que agrada incluso al rudo jabalí montañoso. Darwin City: cualquier ciudad moderna.

Hay otro estímulo que la ciudad ofrece a la evolución, y que quizá sea menos evidente. La ciudad no solo es un entorno relativamente cerrado, sino que está dividida en compartimentos casi aislados. Imagina los dientes de león que solo crecen en una rotonda, o las lagartijas recluidas en un solar especulativo, o de nuevo las ratas del norte y el sur de Nueva York. Las poblaciones pequeñas y aisladas quedan al albur de un fenómeno llamado deriva genética: los individuos son lo bastante escasos como para que el azar empiece a contar decisivamente en su constitución genética. Una variante de un gen puede imponerse no porque sea beneficiosa, sino por mera chiripa. Esto es malo en algunos casos, como en la familia real británica, pero también estimula en ocasiones las verdaderas innovaciones.